domingo, 8 de enero de 2012

EL CLARO DEL ENCUENTRO ORIGINARIO

  En un valle del centro del país más austral de Sudamérica del lado este de la cordillera de los Andes corore un río hacia el norte como caso único y hay dos formaciones, que desde allí  se ven  paralelas, de azuladas sierras. Hay un monte aislado en el medio del valle desde donde la luz brilla con claridad más nueva y se erige con la consistencia de un ideal o con la persistencia de un misterio donde está la clave del valle. A la vista ya lejana de esta nave fantasma (que atraviesa el luminoso azul de las mañanas hacia un ocaso de insondable hondura para quien ha leído de muy joven Platero y Yo y luego Don Segundo Sombra) vivía un matrimonio que frisaba en los sesenta años  y hacía más de treinta que había llegado al lugar por eleccción prvidencial, ya que ellos habían recibido como absoluto el tratado de la Providencia, como después veremos.
  La patria de origen del hombre era Barcelona y de la mujer Mallorca. Sus aficiones eran la poesía y la agricultura las de él y la música y el hogar las de ella. Se habían conocido en una función de coros para niños que ella, tan joven, dirigía en el salón de actos donde Florencio, que así se llamaba el joven, era profesor ayudante de ciencias agrarias y ella profesora de música de otro semejante de Mallorca: escuelas de salesianos, lugares y sitios sagrados de por sí que hacen raro el hecho que ambos, siendo lo que eran y como eran hubieran  dejado el hontanar de gracia que es la escuela: diez años estuvieron sin embargo, suficiente tiempo para dividir en dos faces sus vidas.
    Como suele ocurrir en estos casos y dan cuenta las películas de su época, las miradas del joven profesor se cruzaron con los azules ojos de ella y durante el hospedaje obligatorio en la escuela anfitriona catalana los bellos sentimientos acercaron sus mentes cuya visual era la misma: el campo, la sierra, la casa, la chimenea, el árbol, el jardín, el arroyito o la acequia, el cielo celeste traspasado por ágiles alas. Esto era lo que ambos dibujaban de niños en los cuadernos pintando el cielo de celeste y repasándolo con un secante. El árbol era para Florencio una necesidad ontológica y el jardín para ella una vigencia del paraíso que guardaba celosamente en su alma. Olvidábaseme decir que el nombre de ella fue tenido como esencial coincidencia: se llamaba Flora. Y como ambos habían amado. entre otras comedias, el Cuento de Invierno comenzaron un gozoso noviazgo que terminó en un casamiento campestre en la isla donde sus padres, al tiempo en que reían del gozo de que dos jóvenes tan promisorios se casasen debieron llorar con el anuncio de que tenían proyectado emigrar a nuestro luminoso y desocupado valle argentino.
    Y en verdad que hacía tiempo en que ambos venían enviándose cartas con un anciano tío de Flora que poseedor de un campo entre estas dos sierras mencionadas les ofrecía la propiedad para poder él retirarse a una ermita cercana a rezar y tratar a solas con Dios quien hacía mucho que se le volvía muy cercano en aquellas soledades. El tío Tobías hacía honor a su nombre, pues no lo llevaba en vano ya que había sido un verdadero esposo y gran salmista en sus oraciones, llevadas a cabo en tardes y mañanas de este valle que  sentía bendito y por eso le había puesto a su estancia: LA BENDICIÓN.